Una de las cosas que más me gusta de las sierras es cuando encaras una caminata larga y, en el primer fragmento del camino, se levanta un perro dormido que te ve pasar y te empieza a seguir como diciendo “Uh, ¿vas para allá? Dale, me sumo”, y hace todo el sendero ida y vuelta con vos, sin importar cuántos kilómetros sean. Entusiasmado, cada tanto se adelanta haciéndote de avanzada, fijándose que esté todo bien en el próximo tramo y que el camino sea el correcto. Otras veces se queda atrás, cuidando la retaguardia, y cuando ve que te alejaste demasiado se manda un pique hasta alcanzarte de nuevo.
La música, a veces, se comporta de la misma manera. De golpe se te suma una banda o un conjunto nuevo de canciones y te acompaña por algún sendero nuevo, y nunca está del todo claro si te está acompañando, si te está marcando el camino, o si está cuidando tu retaguardia mientras avanzas.
Esta semana me vine a un pueblito de altura enclavado en las sierras, una cadena de montañas que, a las claras, son menos altas y dramáticas que la cordillera de los Andes, pero también son mucho más viejas, y eso es algo que se nota en sus colores, en sus piedras redondeadas y grises rodeadas de un manto verde de césped, y en la bruma azul y difusa en la que se sumen cuando uno las mira de lejos, como si estuviese frente al espejismo de un paisaje del pasado. En wikipedia dice que estas sierras datan del paleozoico y que solían ser el límite entre Gondwana y el Pacífico. A mí no me termina de cuajar el dato, pero ahora las miro y me imagino que detrás está el océano -aunque estén en medio del continente-, y siento que estoy mirando fijo a un pedazo de Gondwana, como si estuviese habitando dos eras en un mismo instante. De noche me despierto pensando que el fondo marino detrás de las sierras empezó a levantarse y que, en un segundo, afloró con todos los seres raros que tenía y se quedó ahí, como un nuevo pedazo de continente que ya no se va a mover más. Y ahora cuando bajo al río agarro las piedritas de la orilla y las veo llenas de mica y de cristal, con signos de actividad violenta, y quiero preguntarles cosas: qué les pasó, cómo era todo eso antes, qué hacen ahí ahora.
Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la última selección de canciones? Ya voy, tiene que ver. Es que hay algo en substack que te empuja a escribir, y eso hace que me caiga un poco mejor -aunque con sospechas, siempre con sospechas- que las plataformas que te empujan a scrollear, a comprar o a consumir compulsivamente la alfombra de contenidos que te desenrollan frente a los ojos. Resulta que cuando subía al pueblo por la ruta me topé con el cartel que anunciaba la frecuencia de la FM local. La puse esperando escuchar un predicador, o alguien tomando mates y contando chistes, o un tema de folklore o, incluso, de trap. Para mi sorpresa, la emisora de aquel pueblo cordobés de 700 habitantes estaba pasando un sonido indie del conurbano. Sonaban Los Bilis, una banda de Lanús que no conocía (por razones diversas, hace tiempo que dejé de seguir en detalle el indie argentino). Los temas de Los Bilis, y el hecho de que estuviesen sonando ahí, me devolvieron una alegría que tenía guardada desde hace un tiempo. Y eso se reforzó ese mismo día cuando ví a grupos de adolescentes caminar por las calles de tierra hacia la única escuela de la zona escuchando un irreconocible rock/post punk en el celular. Todavía hay chance de que lo de los millenials haya sido una excepción, que la rebeldía y la exploración se hayan salteado una generación (los millenials abiertamente delegaron sus consumos culturales y sociales a plataformas “nuevas” -que luego devinieron en las más grandes (y ciertamente oscuras) maquinarias del planeta- bajo la ilusión de que el contenido lo creaban ellos). Por todo eso, elegí estas seis canciones de Los Bilis para que me acompañen en el viaje de regreso de Gondwana a la urbe, y para que se transformen en esta selección Semanal.